El 10 de marzo de 2013 corrí el Gatorade 10K. Tenía desde el 2008 sin participar en una carrera, pues la última a la que había ido era precisamente el Gatorade 10K de ese entonces. Sin embargo, el 10 de marzo de 2013 tenía para mí un significado especial: era el tercer cumpleaños de mi hijo Alejandro, era mi tercera carrera y me había propuesto tres metas: terminar la carrera, hacer mi mejor marca de 10K y bajar por primera vez de 50:00.
Desde el mes de enero me había enterado del Gatorade, y me había puesto a entrenar pensando en el mismo, sin visualizar seguir el entrenamiento más allá del evento, seguir corriendo para mantenerme en forma y seguir en el Softball. Como era el mismo día del cumpleaños de Alejandro, había propuesto la celebración el día anterior (sábado 9) para poder participar en la carrera sin inconvenientes, y así ocurrió. El domingo quedó sin otro compromiso que la gran carrera, y me aventuré a ella en compañía de los Sweat Runners.
Conocí a los Sweat Runners el 12 de febrero de 2013 cerca de las 6:00 de la tarde, atendiendo a una invitación de Emilio Salvador, compañero durante mis 6 años de Lasallista de 1991-1997, y amigo hasta el día de hoy (inclusive). Cuando comenzaron a llegar los integrantes de los nacientes Sweat Runners, tuve la idea de que me habían invitado a correr con atletas profesionales, pues todos lucían licras, tenis nuevos y coloridos, y cuerpos atléticos. Además, un tal Sabatino estaba presumiendo que les había ido tan bien en la carrera de El Higuero, que fulano había quedado en el puesto 15 y sutano en el puesto no se qué, por lo que pensé que iba a pasar vergüenza corriendo con estos atletas élites. Después que los vi correr, supe que eran todos aprendices y que las apariencias me habían engañado.
Los Sweat Runners cumplían su rol de fiebruses tan bien, que en menos de tres semanas ya se habían comprado un uniforme con la serigrafía del grupo, el cual era mangas largas y de cuello alto, una vestimenta totalmente inapropiada para ir a correr en una carrera que se realizaría en el fuego del calor capitalino de las 5:00 de la tarde, cuales peloteros postalitas como se dice en el ámbito beisbolero dominicano. En esas condiciones, me resultó muy fácil decir que no me interesaba comprar el uniforme con el que habían decidido identificarse para resaltar entre la multitud con un color neón excesivamente llamativo para mi gusto. Opté, en cambio, por usar el t-shirt del kit, más ligero y fresco, y confundirme entre los miles de participantes que también iban a usarlo.
Del trayecto de ida no recuerdo mucho, pero sí las bromas y piropos que recibí cuando llegué y me quité el pantalón largo que cubría mis diminutos shorts. Después, me aislé y me dediqué a concentrarme en la estrategia para la carrera. Decidí empezar el primer kilómetro suave, para calentar y después tomar un ritmo de 5:00 mins/km para apretar en los últimos 3 (más o menos el equivalente a vuelta y media de la PUCMM), y compensar el tiempo perdido durante el primer kilómetro.
Y así arrancó la carrera y me vi corriendo entre la mayor cantidad de gente que haya corrido en toda mi vida. Todo estaba bajo control durante los primeros 7 km, hasta que llegó el momento de apretar el paso para poder completar mis tres objetivos. Según los cálculos mentales que hacía, tendría que recorrer esos últimos tres kilómetros por debajo de 4:40 mins/km para poder vencer la barrera de los 50:00.
En el kilómetro 8 comencé a sentir el sufrimiento por el esfuerzo y entonces llegó a mi mente la peor idea que se me podía ocurrir: la de parar. Sentía que estaba torturándome a mí mismo sin sentido. Miré la acera y pensé que podía detenerme un rato a descansar. Sin embargo, recordé que tenía una motivación, una razón, un porqué: era el tercer cumpleaños de Alejandro. Él con sus tres añitos y con todas las limitaciones propias de su condición, me había enseñado que nunca lo dejaba de intentar. Que aunque le tardó dos años, no había dejado de insistir hasta decir papá y mamá. Inmediatamente sabía que tenía que mantenerme fijo en la meta, que sí tenía una razón, que sí había un propósito para mi sacrificio. Pensaba entonces que, por haber dudado, ya no lo iba a poder lograr. Decía en voz alta, "ya no lo voy a poder lograr", mientras seguía corriendo y así seguía apretando el paso y mirando el reloj. Cuando pude divisar la meta, veía un inflable color naranja más o menos como a 600 metros que decía "Llegada". Miré el cronómetro de mi reloj y marcaba 49:15 más o menos, entonces pensé que era imposible llegar antes de los 50:00, así que volví a repetir que no lo iba a poder lograr, pero resulta que luego de avanzar unos pasos más fijé la vista un poco más cerca y vi que la verdadera META estaba mucho más cerca, más o menos a unos 100 metros, que era el mismo lugar desde donde habíamos salido. Corrí lo más fuerte que pude y paré el reloj al pisar la alfombra. Cuando lo vi, marcaba 49:33. Grité fuerte de la emoción y del dolor que tenía en el abdomen. Un desconocido se volteó y me felicitó emocionado por el esfuerzo realizado. Seguí caminado y no pude evitar que mis ojos de llenaran de lágrimas y empezara a llorar. Nunca había bajado de 54:00 y en un solo esfuerzo había progresado casi 5 minutos en 10K. En la pizarra le dediqué la carrera a Alejandro y a todos los niños que tienen su síndrome. Desde ese día ya no soy la misma persona, pues comprendí que corro para descubrir nuevos límites, para recordar que la voluntad todo lo puede, pero sobre todo para imitar el ejemplo que me da mi hijo Alejandro con sus esfuerzos día tras día.
Y hoy, un año después de aquella corrida y pensando en que este domingo estaremos acudiendo a la misma carrera, te digo a ti Sweat Runner:
¿Y tú, te has preguntado alguna vez por qué corres?
Santiago, 10 de marzo de 2014